
¡Hay que ver cuanto pesa!- pensé. Y es que no eran pocos los recuerdos que allí llevaba. Los recuerdos de toda una adolescencia, de la infancia, de ese mismo lugar, de sus gentes.
Caminaba sin prisa. Sola. No me había despedido de nadie y aún no sabía bien el porqué.
¡No me gustan las despedidas! Son tan amargas, tan tristes –pensé.
Caminaba sin prisa. Cuando pude darme cuenta ya estaba comprando el billete para subirme a ese tren que me llevaría lejos. Muy lejos.
Mi mirada se perdía entre las vías. Las mismas que unían tantos lugares, pero que hoy me separaban del mío.
Despacio, fui aproximándome al andén. El tren había llegado. Subí al vagón que me correspondía. Recuerdo que todo estaba decorado con colores tristes.
Me quedé de pie, cerca de la puerta. Miraba a través de la ventana. La voz apagada de los altavoces anunciaba la inmediata partida de mi tren.
Fue entonces cuando mi mirada dejó de perderse en la nada, para encontrarle a él. Sí, era él. Venía corriendo. Al llegar, paró en seco y miró hacia mi vagón. Nuestras miradas se encontraron. Yo no podía bajarme del tren. Pronto partiría. Pero el no dudó ni un segundo en subirse al mismo. Me abrazó. Me abrazó como se abraza a alguien a quien quieres y al extrañarás. No dijo ni una sola palabra. Abandonó el vagón. Las puertas se cerraron.
Nuestras miradas se volvieron a encontrar para besarse. Me sonreía, con un gesto feliz a la vez que amargo. Me sonreía, como se sonríe a alguien al que no sabes en cuanto tiempo volverás a ver.
El tren empezó a avanzar, despacio, como si fuese cómplice de mis sentimientos y no quisiera irse. Nuestras miradas se alejaban cada vez más, dejando que un “te quiero” se ahogase en la distancia.